Novela
Silvio Reyes Heras
Hay veces que
la gente quieren saber más de lo que uno se les puede decir o a veces sólo
quieren saber lo necesario; cualquiera de las dos circunstancias a mí me han
parecido demasiado. Se me hace difícil decir algo de mí. No sé por dónde
empezar o cómo empezar.
Todos quieren
saber quién fue uno de niño, las experiencias con los padres, dónde están ellos
ahora, los hermanos, el por qué de eso… Todo eso sería fácil hablar con
personas de iguales circunstancias, pero hablar de eso con personas cuyas vidas
parecen ser un polo opuesto al de uno no es sencillo, y ser interrogado aún
peor; pues ellos no lo entienden tan fácil como uno entiende su mundo; porque al
fin y al cabo fue de allí de donde descendimos al inframundo; pero ellos apenas
conocen el nuestro y se les dificulta aceptarnos con nuestro silencio, con
nuestras evasivas, hermetismo y timidez.
Cuando
intentamos explicarles algo, en vez de cesar las interrogantes aumentan y a
veces ya no como simple curiosidad, sino con cierto juzgamiento: ¿Quieres decir
que disparaste a gente? ¿Acuchillaste? ¿Robaste? ¿Viste cómo se mataban entre
ellos? Quieren socavar los cimientos de nuestro pasado; a veces, una vez
socavado esos cimientos, nos abandonan. Eso no me había afectado, hasta hace un
tiempo atrás. Pero mientras transcurro en la tercera fase de esta vida, tengo
que enfrentarme a personas que realmente están muy lejos de saber por qué uno
calla frente a ellos, pues es simple: nada tuvimos de común con ellos en el
pasado. Pero esto no basta.
A veces hablar
de uno mismo se vuelve una odisea.
Es fácil
verlos hablar entre ellos, pues en el trascurso de sus vidas compartieron algo
en común: fueron a escuelas, colegios, universidades, trabajaron en empresas,
tuvieron novios, novias, han saboreado los mismos platillos u otros, de los
cuales pueden debatir gastronómicamente; viajaron, conocen perfumes… Uno,
ignorante de todo eso, no hace más que escuchar con perplejidad, como si
estuvieran hablando de un mundo fantástico.
Es por eso que
yo he tenido que alejarme de muchas personas que no cesan de preguntar: ¿Y tus
padres? ¿Tus hermanos? ¿De dónde eres? ¿Dónde te criaste? ¿Por qué no me dices
que me amas? ¿Por qué no me hablas de ti? ¿Qué planes tienes para el futuro?
¡Quiero conocer a tus padres! ¿Dónde vives? ¿Por qué no los visitas? ¿Por qué
no los llamas? ¿…? Me gustaría tener la fuerza y responder a cada pregunta, sin
antes preguntarme ¿acaso no es duro recordarme a mí mismo de niño? Y es mejor
suprimir ese recuerdo, si acaso el recuerdo mismo no es volver allí, donde no
quiero estar.
Pero he tomado
fuerza y escribiré una parte de mi vida para algunas personas, de las cuales me
he visto influenciado; personas que no me gustaría perderlas y también para
otras personas, a las cuales siento que les debo algo; que algo de ellos me
sustraje, y que la única manera de devolverles es poniéndome en confidencia;
para que así no me juzguen o me critiquen, sino más bien me acepten o al menos
me disculpen.
No quiero ser
un ejemplo para aquellos que aún están dentro del ula ula, pero sí que tomen en
cuenta algo: que cuando piensan que no se puede es cuando más se puede; cuando
uno cree y quiere morir allí, es cuando menos se quiere morir allí: en ese
mundo tan sangriento.
Dicen que la
felicidad se ve mejor desde la tristeza; pero no nos quedemos con el dicen, no
nos quedemos con el mito, lleguemos a ella y comprobémoslo.
Pediré
disculpas por los momentos de mi pasado que omita, conscientemente algunos e
inconscientemente otros. También pediré disculpas a mi hermano Leonardo Reyes,
por si se siente ofendido o molesto por lo que escriba sobre mi madre, sobre
mis hermanos, sobre mi familia; no quiero ofender ni llamar la atención a
nadie; ni mucho menos evocar un reclamo a los que se interpusieron para bien o
para mal en mi camino.
Será
entendible si alguno de ustedes me ve como a un ser perverso, si me ven como un
ser materialista. Será entendible si usted, Leonardo, no me quiere volver a
hablar. Pero pienso que escribir sobre lo que me sucedió será como vomitar algo
que llevo dentro de mí y que me está haciendo daño, pienso que me alivianará mi
psiquis; pues al visitar a mi madre, a pesar de que no fue como yo esperaba, a
pesar que frente a ella siento cierto asco, no de lo físico sino de lo fría que
se muestra ante mí; pero, sin embargo, me fue de mucha ayuda. Cualquier
reacción de ustedes hacía mí es comprensible y entendible; aún si piensan en
alejarse de mí lo entenderé, al fin y al cabo para eso me he preparado desde
siempre.
Lo que voy a
escribir no tiene el sentido de justificar mi actitud o mis acciones de ese
entonces, ni las de ahora; ni mucho menos escudarme tras el pretexto de mis
padres o el pretexto de las circunstancias; esa fue la vida que me tocó vivir;
esa fue mi vida, mi niñez, mi infancia, mi adolescencia; buena o mala, fue mi
vida. Confieso que hay cosas que aún hoy me duelen haber hecho o que me haya
hecho, cosas que roen lo que muchos llamarían días buenos. A pesar de mis
heridas profundas que sanan con lentitud, heridas que me recuerdan que estuve
allí y que ahora, entre el eco de mis recuerdos, entre la telaraña de sueños e
ilusiones, hay cosas de las que no me arrepiento haber sido o hecho.
Tratándose de
amigos los que van a leer escribiré la verdad de aquellos momentos, cómo
pensaba, cómo actuaba con mis víctimas, cómo era, qué hacía (no quién era,
porque ni aún hora sé quién soy, ni adónde voy. Ahora más que nunca me siento
perdido, extraviado, entre dos mundos; dos mundos de los cuales huyo, pero los
dos me cierran con sus cercos de lo incierto); trataré, en lo posible, de no
ironizar.
La vida de las
personas como yo tienen varios perfiles, varios frentes. Varios puntos de los
cuales ver, pensar, analizar, estudiar quizá. Yo escribiré y profundizaré cómo
empecé a caminar por el laberinto, cómo viví en el centro del laberinto, y lo
más difícil para los drogos: cómo salí de la cumbiamba que le juega la
desesperación; porque para mí fue más fácil encaminarme hacía el centro del
laberinto que hacía la salida.
Habrá partes
de la narración que no se lleve minuciosamente en orden cronológico; pero
generalmente sí. Pues me es muy difícil recordar con exactitud lo sucedido;
pues uno tenía muchos percances y altercados cada día, es por eso que escribiré
los altercados más sobresalientes, más marcadores de mi vida; no escribiré esas
cosas simples que sucedían a cada hora, ni nombraré a personas que apenas
participaron en una relación amorosa o apenas compartimos un robo o una noche
de consumo, tampoco citaré barrios o ciudades en los que apenas sucedió una
pelea simple o un asalto sin percances. Porque de escribir todo eso los
recuerdos y la escritura se tornarían difíciles de entender.
EN EL
PRINCIPIO
Yo nací en un
remoto lugar del Ecuador, lugar que ni siquiera aparece en los mapas, y si
aparece no nombra con exactitud las comunas asentadas en medía montaña; aparece
con un nombre global: Pucará.
Este remoto
lugar, casi una fantasía en mi memoria, de unas veinte casas de palo redondo,
techo de cade, con intervalo de unos tres kilómetros cada casa; con excepción
de las casas de mis abuelos maternos y tíos, que son alrededor de unas cinco
casas, con el intervalo de una hectárea de pasto cada una.
Entre esas
siete casas, resaltadas y distinguidas de las demás casas distantes, con el
nombre de Cochas, nací yo un 8 de julio de 1986; no sé si de día o de noche, no
sé si en una cama o en el monte; pero según cuentan tengo un hermano que nació
en una laguna, en la montaña, mientras mi madre cuidaba el ganado. Bueno, eso
ya no sé, pues en ese entonces ya no vivía con ellos.
Cabe resaltar
que todos, bueno, casi todos los habitantes del perdido terruño, se unen por un
lazo de sangre: primos, hermano, tíos, sobrinos; casados entre sí que, al
final, la esposa, en una mezcla de genes, termina sido la hermana de su esposo,
la madre tía-mamá. También están unidos por un lazo más fuerte todavía: el
aguardiente de caña, que constituye otro de los cordones umbilicales que no se
corta jamás de la placenta de estas tierras; beber es sinónimo de ser hombre.
Esta gente
(mis parientes), está perdida de la sociedad actual, del mundo cibernético;
como lejos están de la medicina actual-tecnológica. No hay centros
asistenciales de salud, el lugar más cercano para una intervención médica es
Cuenca: a unas diez horas de camino a pie, con el enfermo en una camilla
improvisada, llamada chacana, hasta llegar a Pucará, donde se puede coger carro
de turno o fletar alguna camioneta, de allí unas cuatro horas hasta Cuenca, y
si el enfermo aún vive es posible intervenirlo, si no toca llevar el cadáver de
regreso por el camino andado (porque eso sí, su muerto no lo dejan por nada del
mundo, porque para supersticiosos ¿quién como ellos?). Es por eso que en Cochas
aún perduran los remedios caseros; los partos, en algunos casos, se llevaban a
cabo con partera; es posible que yo haya nacido en las manos de una partera, o
es posible que mi madre haya pujado sola. Solía decir mi abuela materna que yo
nací “de patas”, no como todos los niños, que nacen de cabeza, y que eso era
sinónimo de que jamás me estaría quieto en un sólo lado. Y no es que mi abuela
haya presenciado mi nacimiento, sino que ella, criada y desarrollada en medio
de las supersticiones, definía mi comportamiento con los mitos arcaicos: “Tú
naciste de patas, es por eso que eres andariego, jamás te estarás quieto en un
sólo sitio. Eso te hará infeliz. ¡Buscas lo que no has guardado!” me decía.
Cuentan que,
mucho tiempo atrás, un niño apareció por estas tierras; sin padres, sin patria
y tal vez hasta sin Dios. Ese niño, años después, sería mi abuelo Jacinto
Octavio Reyes Márquez. Sus hijos fueron codiciados y disputados por los padres
de las muchachas de esos lugares; cuentan que incluso él mismo era codiciado por
las mujeres de por allí. No sé qué tan cierto sea, pero por ahí corre el rumor
de que tengo más tíos sin el apellido Reyes, pero con la sangre de mi abuelo.
No sé si por el apellido o porque eran gente dedicada al trabajo o por ser un
único extraño en ese terruño, un forastero, como dicen allí; siempre tengo esa
duda. Mi abuelo materno, uno de los terratenientes de esa tierra perdida, Julio
Heras, casó a mi madre y a mi tía Rufina con dos de ellos: Saúl y Simón Bolívar
Reyes Barzallo; el primero es mi tío y el segundo es mi padre, ya sea porque la
obligaron a mi madre o por el apellido codiciado, o por lo que fuera. Yo tuve
suerte por ese lado; nací de dos extraños, no como muchos de mis primos, que
para sus padres son hijos-sobrinos-primos, sin saberlo y lo peor sin quererlo,
porque ni los padres escogen los hijos y ni los hijos los padres.
Como ya dije,
mi vida, como la de muchos otros como yo, tiene varios frentes, varios rostros
o máscaras que enfocan la perplejidad de un destino unido al mundo de las sombras.
No es de mi
vida total de la que les quiero hablar, eso será en otro momento, en otro
tiempo, si nos queda alguno. Si describo esto, es para que tengan una idea de
dónde vengo yo, que no pretendo ser el protagonista nato de esta historia, la
protagonista será otra.
Sólo quiero
que entiendan que hay veces que el querer es el que menos quiere interferir en
una decisión y optamos por lo absurdo de la situación.
Destinado
quizá desde un principio de mis días a vivir y construir mis mundos de
fantasías, en mundos de todos y de nadie. Cochas era uno de esos mundos de
todos y de nadie y de rebote un hermoso paraíso terrenal, era un mundo donde
sobrevivía el más fuerte; allí las cosas se las arreglaba con machete en mano o
cañón de escopeta en la panza. Es común ver allí a la gente con carabina al
hombro, un machetillo fajado a la cintura, algún puñal escondido entre sus
ropas y una botella de aguardiente bajo el brazo. Y como quien dice, allí manda
el que más ronca.
Dicen que mi
abuelo materno era una bestia, un animal, como decían allí; a todos los que se
le interponían en sus asuntos los acuchillaba, es por eso que se ganó el apodo
de “Cuchillo. Con el tiempo mis primos, mis hermanos y yo, mis hermanos y mis
primos más que yo, pasarían a ser llamados los “Cuchillos Reyes”. Pero hay
quien dice que ese sobrenombre se lo ganó el papá de mi abuelo materno, por sus
habilidades médicas, que le decían “él es un cuchillo curando”. Cualquiera que
haya sido el motivo lo cierto es que allí dominaba el más fuerte y hábil para
el machete.
Tiempos
después (Yo debía tener unos tres años; recuerdo la quebrada que pasaba por
detrás de la casa de mis padres, digo de mis padres porque siento que nunca me
perteneció. Otros la llamarían nuestra casa, o más insolentes todavía, MI
casa.), recuerdo, aún niño, zambullido en las aguas diáfanas de la quebrada,
enfriando las ampollas de una de las piernas, causadas por las quemaduras de
agua hirviendo. Ese es el recuerdo más remoto que tengo: estar zabullido en la
quebrada enfriando las quemaduras de mi pierna, que sobresale entre realidad,
fantasía y sueño; sé que es realidad por las leves cicatrices que aún tengo en
la pierna.
¿Cómo me
quemé? Me quedé dormido sobre el poyo que quedaba cerca del fogón, donde nos
sentábamos a calentarnos del frío invernal. Debí de manotear o algo así, pero
la olla de barro con agua hirviendo se me volteó. Recuerdo que una vecina, mi
tía política (...era una tía materna casada con mi tío materno ¡sí!) me curaba
las ampollas aplicando manteca aliñada (la manteca aliñada era una mezcla de
achote, ajo, cebolla blanca y manteca: este menjunje era utilizado como
colorante para las comidas).
Mis recuerdos
siempre están ligados a la frialdad de mi madre para conmigo. Debía de tener
unos cuatro años cuando ella me tenía como herramienta de préstamo: Alguien
llegaba a la casa, pedía a uno de nosotros para que le acompañe y el elegido
era yo. Yo era la compañía de la soledad o en realidad yo era la soledad que
iba buscando compañía. Entre ese acompañamiento sobresale en mi memoria las
compañías a la señora Clotilde, hermana de mi abuela paterna; no está por demás
decirles que era alcohólica. Solía despertarse, plantar la olla de barro en el
fogón hasta que la leña se encendiera, y las escasas veces en que la leña se
encendía, antes de que hirviera el agua ella ya estaba tendida en el piso,
babeando de borracha, con el galón de aguardiente de caña en la mano: Ni
dormida ni despierta lo aflojaba.
La casa de la
señora Clotilde quedaba en una loma, al otro lado del río. Allí yo solía
esperar a mis hermanos que regresaban de La Macarena (La Macarena está dentro
del mismo Cochas, pero más al páramo; era el único lugar donde venían profesores,
mis hermanos iban allí a la escuela). Por la ley del camino mis hermanos
pasaban por la casa de Clotilde… Hubo veces que me llevaron, creo yo; pero lo
que sí recuerdo es que, muchas de las veces, yo caminaba hasta el río que baja
desde la laguna de Quinuas y atraviesa Cochas; ahí me quedaba sentado hasta
quedarme ronco de llorar. La casa de Clotilde quedaba a un lado del río y la
casa de mis padres al otro lado. Para cruzar el río apenas había un palo
redondo y delgado; había que ser algo malabarista para cruzar o sino al fondo
del río. Allí me quedaba sentado a orilla del río, en unos potreros verdes de
mi abuelo materno, hasta quedarme ronco, pues tenía miedo de caminar por el
puente o por el palo, para ser más exacto; luego regresaba a emborracharme con
el aliento o el vómito de Clotilde, a hablar con una lora vieja que ella tenía.
Las veces que mis hermanos me llevaron a casa me regresaban con la misma fuerza
con la que llegaba… Realmente, desde pequeño, he sido un boomerang humano.
Otro de los
recuerdos que persiste en mi memoria, tan lejano y remoto, pero presente a la
vez en mis recuerdos, más claro que los otros, es el momento definitivo, el
momento en que me separaría de mi madre para siempre; de mi madre real.
Nos
encontrábamos todos mis hermanos alrededor del fogón, donde años atrás se me
había derramado la olla con agua hirviendo, y allí estaba mi tío Luis Heras,
hermano de mi madre, casado o reunido o juntado, como quieran llamarlo, con mi
abuela paterna, por supuesto, muchos años después que a mi abuelo Jacinto Reyes
lo matara un hermano de mi abuela paterna en complicidad con la abuela de mi
papá, de una cuchillada en el corazón. A pesar que nunca conocí a mi abuelo, a
pesar de estar muerto, siento que lo quiero mucho, o será que es sólo ese amor
que siempre he sentido por los muertos, tan callados e indiferentes. Cuando era
niño solía tener miedo a los muertos y a la soledad, a los cinco o seis años
alguien me hizo tocar un muerto y desde allí nunca he vuelto a tenerles miedo;
tampoco a la soledad, pues me siento en compañía de los muertos, de los
fantasmas.
Desde entonces
he hablado con ellos, con mi abuelo, con mi tía, mi tío (mi tía Zoraida y mi
tío Ruperto a ninguno de los dos les conocí; ambos se suicidaron, pero siento
que son los únicos que están conmigo); luego vinieron mis amigos muertos.
Cuando era niño solía alejarme de la casa de mi abuela y hablar conmigo mismo,
pero en realidad creía que ellos, los muertos, mis muertos, a los que yo amaba,
me escuchaban y me contestaban; aún hoy hablo dirigiéndome a ellos. (En los
tiempos en que llegó a vivir a la casa de mi abuela, mi primo Rodrigo solía
inventarme mundos enteros, vidas completas, con tal de excusarme de cualquier
cosa que mi abuela me mandara a ver o hacer; por ejemplo: me mandaba a misa y
yo no entraba, me inventaba o mentía lo que el cura había dicho. Siempre tuve
miedo de entrar a las iglesias, las imágenes me asustan).
Bueno,
estábamos todos mis hermanos (es lo que pienso, pero de cierto no estaba sólo
yo) no todo los actuales, sino los de entonces que seríamos yo, el cuarto, mi
hermana Olga, la tercera, mi hermano Kléber, el segundo, mi hermano Leonardo,
más conocido como Antonio (con este último, en mis últimos momentos he tenido
buenas relaciones). Si falta alguno que estuvo presente y no lo recuerdo, le
pido disculpas y además no es de ellos de lo que quiero hablar ni de mí, sino
de ella. Estoy tratando de revivir la memoria del niño que fui.
ESTE TÍO MÍO,
ALCOHÓLICO
Yo, entonces
niño, ignoraba su presencia, que la percibiría muy tarde. Era común allí que
llegaran de viaje los parientes a que les dieran de comer; aunque recuerdo que
mi madre era mezquina. Algunos parientes nos llevaban galletas...