martes, 14 de julio de 2009

Estación de Ceniza

Cuento

Por: Raúl Serrano Sánchez.

Después de ti
Nunca más
Un día siguiente.
IVÁN OÑATE

DE LAS VERSIONES sobre el fin de los abuelos, creo en la que pocos o nadie de la familia ha querido reparar ni darle crédito. Es la que me contaron Valdo, el pintor, y su mujer Dulce, con quienes los viejos compartían parte de sus días y un ala de la casa repleta de cuartos y objetos muy importantes para los viejos. Además son testigos que a la hora de los recuerdos, no tienen por qué mentir.
Según Valdo, a los abuelos no les agradaba mucho que los visitaran sus hijos y algunos nietos, sobre todo (los afectos no tenían mucho que ver) porque eso implicaba dejar de lado los ritos que realizaban a determinadas horas del día como desayunar, salir a comprar el periódico, recibir el sol en el patio, pasear por ese pequeño bosque que está cerca de la casa, recoger hojas y cazar mariposas que nunca las disecaban, porque tenían una sala repleta de ellas, o sentarse como siameses a mirar la televisión comiendo canguil. Además (se lo había contado la abuela a Dulce una tarde de té y galletas de avena) eran los mismos hijos que no desmayaban ni un minuto por convencerlos de que no debían seguir ocupando semejante casa, que lo mejor era que compartieran con otros ancianos, así no se iban a sentir deprimidos o solos, y la familia los visitaría puntual cada domingo, más a la mano.
A los abuelos (Celia y Julio César) la ausencia de sus parientes no llegó a preocuparles lo suficiente después de que en cierta ocasión llegaron con camiones y hombres que a la fuerza vaciaron la casa, los amarraron y los metieron a un automóvil, e incluso (esto se lo contó Julio César a Valdo, mientras el pintor ocultaba unos cuadros que no quería que Dulce los descubriera) les advirtieron que la casa, espaciosa y llena de muchos recuerdos, pronto estaría en venta, y que ellos no tenían que opinar nada porque estaban chochos, casi que acabados.
De ese ataque el abuelo se quedó sin gran parte de su colección de barquitos, carros antiguos en miniatura, y una porción de las mariposas que huyeron despavoridas; igual ocurrió con los vestidos que la abuela Celia perdió y que a duras penas recuperó después de tanto rogarle a los hijos que se los devolvieran. Además —palabras de una de las hijas mayores— eran vestidos atrevidos y ridículos que una señora respetable no tenía por qué estar usando, ¿entiende, usted? Lo único que sabía la abuela era que con esos vestidos el abuelo no se sentía triste por nada del mundo, incluso cuando ella los lucía era cuando se encontraban en la sala entre la luz de los candelabros, en el viejo tocadiscos cantando Gardel, El día que me quieras..., y la abuela pintada como lo hizo de joven, el abuelo demostrando que sus destrezas para el baile no se habían marchitado.
Valdo los veía sin que ellos supieran que eran espiados, no porque quisiera hacerlo, sino porque eran parte de los cuadros que en ausencia de Dulce pintaba, tratando de capturar a sus vecinos para siempre. Los abuelos bailaban hasta que se quedaban sin ropa, cobijados por la luz de los candelabros, sus palabras vueltas a resucitar, entonces Julio César sacaba de un escondite secreto un pequeño maletín de médico, lo abría con ansia, tembloroso, tratando de ser delicado, disponía las hipodérmicas sobre la mesa, mecía un frasco con una sustancia blanquecina que le abría los ojos del deseo de un tajo, mientras Gardel no dejaba de repetir acaricia mi ensueño/ el suave murmuulloo de mi suspirarr... La abuela jadeaba, tirada sobre esa mesa de centro como una sirena fuera del agua, el abuelo esbozando una sonrisa de complacencia, anuncio de que la dicha les llegaría total, y que se acercaba como un ángel salvador. Celia le daba el brazo mientras él le aplicaba su dosis, luego ella hacía lo propio con el abuelo, la mesa era un bajel que los llevaba por todos los mares del mundo, jadeaban, el abuelo aullaba como un lobo, Celia mudaba de voz, decía cosas del cielo, entonces Gardel flotaba en el silencio mientras que ellos combatían cuerpo a cuerpo hasta que los candelabros se apagaban, y Valdo, libreta en mano, no se perdía ningún gesto, sobre todo los que tenía que suponer porque no los veía, porque la ventana de su estudio confabulaba.
Muchas veces se preguntó (Dulce le dio algunas pistas) si en el fondo los abuelos eran conscientes de que contaban con otros ojos, un testigo que, de saberlo frente a ellos, los llenaba de nuevas energías, quizá ni siquiera hubieran requerido de las inyecciones, esas dosis de las que el abuelo sostenía que eran insulina para su diabetes.
Los viejos sabían que, de enterarse la familia, terminarían en un asilo miserable, rodeados de fantasmas, de hombres y mujeres que ya ni si-quiera pueden atreverse a insultar al diablo, o a pedirle a Dios algo que pudiera devolverles la decencia perdida. Celia le había contado a Dulce de aquella ocasión en que los hijos cayeron de sorpresa a celebrarles uno de sus cumpleaños. Al empujar la puerta, las mujeres se desmayaron, los hombres se quedaron mudos e idiotizados al encontrarlos tirados en medio de la sala, desnudos, como si hubieran sido violados o atacados por una horda de asaltantes o pandilleros. Entonces dispararon sus gritos al cielo, los abuelos lograron reaccionar y cubrir las evidencias a tiempo, aunque ciertos olores fueron justificados como parte del calcio que debía tomar Celia por la artritis. Los hijos volvieron a insistir, a veces rayando en la hostilidad, que debían salir de ahí, que ese caserón y la soledad podía acabarlos o cualquier momento ocurría lo peor, ¿entienden?
- No vamos a salir de aquí jamás. Esta es nuestra casa. ¿Comprenden ustedes?- respondió el abuelo temblando y enrojecido de ira.
Alguna ocasión en que Valdo abordó a Julio César por el jardín, le contó de los cuadros en los que trabajaba; le comentó que se trataba de la historia de una pareja que desde niños habían prometido ser como un nudo, y que nada ni nadie echaría abajo esa promesa; le describió las escenas en una sala donde a la luz de los candelabros ellos volvían a ser los jóvenes e indoblegables amantes de antes, que sus cuerpos no sólo destilaban deseos sino que de ellos brotaban mariposas multicolores, y que no necesitaban de ninguna otra droga que no fueran sus caricias, quizá escuchar un bolero o un tango para que todo vuelva a empezar.
- ¡Qué afortunados! -apuntó el anciano-. Al menos esos no temían ser locos ni la gente creía que eran unos pervertidos.
Para Dulce eso era invadir territorios sagrados. Valdo sostenía que no, que él también era parte de ese ritual, de ese territorio, que sólo pretendía hacerle saber a Julio César —y no porque quisiera entrometerse en su vida sino porque deseaba confirmar si ellos sabían que tenían un testigo privilegiado que a la vez era el cronista de sus combates— de esa guerra en la que Valdo más de una vez se veía como protagonista, incluso algún momento en que pintaba cierta escena paró porque tuvo la revelación de confirmar que parte de su futuro le estaba siendo anunciado.
Dulce no lo creyó así, quizá porque no había visto (era parte de los acuerdos) los cuadros de Valdo, sólo los encuentros de los abuelos que en el silencio de la noche los empujaba (a Valdo y a Dulce) a renunciar al cansancio, a romper con las postergaciones mientras que Gardel volvía a cantar El día que me quieras/ kt rosa que engalana..., y la abuela aullaba, Dulce haciéndole eco, Valdo pensando que era el momento en que el abuelo corría entusiasmado, con esa alegría del niño que descubre lo prohibido, a sacar su maletín y preparar los instrumentos con los que volvía a ingresar a ese ritual del que Valdo había trazado una y mil escenas, de pronto demasiadas como para no querer compartirlas durante mucho tiempo con nadie, ni siquiera con Dulce (era su superstición) que en su desnudez le preguntaba lo que suponía que la abuela le consultaba a Julio César hace siglos, o en ese momento cuando la lluvia se desataba afuera y de Gardel sólo quedaba un eco leve que se fundía con el canto de los primeros pájaros de la mañana.
Dulce se entendía muy bien con la abuela Celia, a quien los sábados temprano le gustaba ocuparse del jardín, tratar de encontrar una mariposa distinta que contentara al abuelo. Dulce se preguntaba si todos los que salieron de ese cuerpo, hoy convertidos en enemigos, tendrían el mismo lugar en los recuerdos de Celia y su marido. De pronto no era necesario escarbar, bastaba con saber que en las paredes de la sala colgaban las fotografías de los hijos y los nietos respondiendo a distintas épocas y a todas las preguntas que Valdo intentó contestarle a Dulce, quien una medianoche despertó sudorosa, temblando, echando gritos que el pintor tuvo que dejar los pinceles a un lado para atenderla, sosegarla con sus palabras y caricias olorosas a resina. Dulce clavó sus ojos grandes como los de Sofía Loren en el rostro de Valdo, que se quedó callado, pensando si en el delirio o la pesadilla de su mujer ella había llegado a adivinar, a encontrarse con las criaturas de todos los cuadros que pintaba a sus espaldas, sin saber qué hacía fuera de casa, en esas reuniones de las que Dulce retornaba cansada, ya ni siquiera dispuesta a preguntarle si había avanzado en los cuadros porque era una pregunta monótona, un lugar común, prácticamente algo sobrentendido. Valdo pensó que ese día del que tanto le había hablado estaba por llegar, que sólo era cuestión de esperar, incluso los abuelos estarían ahí como invitados especiales. Dulce era una muñeca de yeso, sus ojos cambiaban de color; entonces Valdo creyó encontrar al fondo un breve aleteo de mariposa, le preguntó lo obvio, lo inevitable. Dulce reaccionó moviendo la cabeza afirmativamente: en el sueño había dos personas, se encontraban cara a cara, no decían sus nombres, sólo querían huir de quienes pretendían enclaustrarlos por malvados, indecentes, por hacer perversidades, como si no tuvieran nietos; refundirlos en una mazmorra como las de la inquisición; los escuchaba musitar una música deplorable, dolorosa, lastimera; Dulce les preguntaba qué podía hacer por ellos, pero sus respuestas no le llegaban, entonces se esforzaba por derribar una puerta infame, por encender un candelabro, pero cientos de mariposas convertidas en murciélagos, en pájaros siniestros la atacaban, pretendían devorarle los ojos para que no viera más, los oídos para que no escuchara esos ruegos y lamentos que la llenaban de rabia, que la ponían a gritar el nombre de Valdo sin que él le respondiera, ni siquiera si estaba ahí o no, en medio de ese cuadro que creyó que no le pertenecía, más aún cuando Gardel volvió a El día que me quieras..., y Valdo agarrando las manos de Dulce le propuso caminar hacia la ventana del estudio para espiar a los abuelos bailando tango a la luz de los candelabros, desnudos como un par de adolescentes salvajes, alucinados, devorándose como hambrientos hasta que el efecto de la dosis que se aplicaban los lanzaba al sofá o al piso como los sobrevivientes de un naufragio, quizá el último, el que Dulce vislumbró (versión que nadie aceptará) esa misma noche en la que Valdo se convenció (los abuelos se desplomaron como partidos por un rayo) de que no tenía que enseñarle ningún cuadro, que todo estaba de más.


(Quito/mayo/2001, septiembre/2004)

Raúl serrano Sánchez

Raúl Serrano Sánchez (Arenillas, El Oro, 1962). En los ochenta integró el taller íterario Lapequeñalulupa y estudió comunicación social en la Universidad Central Ecuador; realizó estudios de maestría, Mención Literatura Hispanoamericana en Universidad Andina Simón Bolívar. Integra el Consejo Editorial de las revista de creación literaria Eskeletra y Kipus. 1988 obtuvo el premio nacional de "Juegos Florales" de Ambato. Con “Las Mujeres están locas por mí”, se hizo creedor al tercer premio en el Concurso Nacional de Cuento "75 Años de Diario El Universo", 1996; y al Premio Nacional "Joaquín Gallegos Lara" (Municipio de Quito, 1997) al mejor libro publicado en el año. En el 2003 obtuvo el III Premio en la Bienal de Cuento "Pablo Palacio". En el 2004 el II Premio en el Concurso Nacional de Cuento convocado por Hogar de Guayaquil. Ha publicado: “Los días enanos”, cuentos, 1990; un puñado de notas críticas en el índice de la narrativa ecuatoriana, 1991; “Pedro Jorge Vera: Los amigos y los años. Correspondencia, 1930-1980 (2002)”. Consta en las antologías: En busca del cuento perdido, 1996; Antología básica del cuento ecuatoriano, 1999; Nuevos proyec¬tos de escritura ecuatoriana (Hispamérica, 2000) y en la Antología esencial -Ecuador siglo XX- El cuento (2004). Junto a Iván Oñate, preparó el portal para internet de la Panorámica de la Literatura Ecuatoriana del siglo XX (Quito, 2000).

1 comentario:

  1. una huevada de cuento. que pena y asi se mete a habalr del dios jj. tipico oportunistas

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