jueves, 14 de octubre de 2010

LENGUAJES PARA UN IMAGINARIO (BANANERO) CIUDADANO

James Martínez T.

Hace más de tres semanas (abril de 1996, aprox.) presentaron una muestra de pintura y fotografía (De los otros elementos) en el núcleo de El Oro de la Casa de la Cultura, Fernando Manrique -chileno, casado con machaleña- y Marcelo Cabrera; y el poemario La exacta dimensión del fuego, de Jorge Prócel, en el Dpto. de Cultura de la UTM, respectivamente. Dichos actos tienen una relevancia que compromete a la búsqueda de ciertas nociones de identidad local y provincial: unas imágenes pictóricas o fotográficas en el primer caso; otras, recreando cierta mitología que llega a lo contemporáneo, en el segundo. Dicha coincidencia me obliga a intentar una lectura de las dos primeras.

(I) Manrique: pasteles de plátano para una fiebre breve
Yo le dije que me parecía que estaba cediendo a una facilidad decorativa, que el interés de coincidir con los modelos del mercado local condicionaba su capacidad de fabricar su propio sueño neo-figurativo. Me respondió que no, que eran cosas ligeras, divertimentos, juegos con el paisaje local, que el aporte estaba en la propuesta de reciclar materiales descartables: discos de 33 RPM desterrados de la memoria musical del propietario, que Manrique rescata del olvido para hacerles servir de soporte a una propuesta cromática.

Interesante, pero (eso no se lo dije) el disco reciclado para la pintura no protagoniza nada en esta nueva situación del lenguaje plástico y su economía de colores y texturas: el disco no-dice-nada como objeto re-semantizado, ni su aporte matérico, ni su funcionalidad como adorno desde su condición original, ni sus infinitos surcos que se presten para la inútil sensualidad de unos dedos distraídos: nada. Bajo el pastel, el acetato brilla por la ausencia. Solo una muda utilidad de superficie emergente para la nueva dimensión de los colores.

En Manrique encontramos un derroche de materiales, su generosidad cromática y textural conforma una especie de identidad que soporta este lenguaje donde las formas, a medio camino entre lo vegetal y lo antropomorfo, se retuercen, encuentran, desencuentran y configuran inaugurando una fiebre formal y colorida, casi una siesta machaleña con sueño ligero. Un Wilfredo Lam -perdonen la semejanza- con un delirio atenuado por la cercanía espacial y la distancia cultural de este trópico que Manrique habita y recrea con cautela.

Ahora: nuestro pintor trabaja el color verde-plátano, más cargado, intenso, ahora más leve, ahora verde - sigatoka, verde - bonita, verde-chiquita, verde que te quiero verde, verde-esperanza, verde - envidia controlada, verde de las hojas de una bananera desencadenada por cierta generosidad cromática que al cabo se resuelve en ocres, sepias, amarillos intensos, pardos terrosos y amarillos-salitre que nos atrapan en los tonos y texturas de una geografía local que asoma y se oculta, sugerente.

¿ Y las formas?. Se abrazan con tibieza, son cuerpos vegetales que anuncian vida propia, que se animan a multiplicarse en brazos, torsos, piernas y cinturas, amenazando una orgía discreta, nada desmesurada; los perfiles y formas de Manrique conjugan la insostenible atmósfera donde un abrazo leve, se compensa con colores intensos, no sé si por la furia de demonio del artista o por la abundancia de materiales disponibles.
(No quiero hablar de los paisajes de nevados andinos, con caseríos en sus faldas y soles detrás, o erupciones que parecen espuma de cerveza. Aquí parece que Manrique pintó pensando en la pared del cliente)

De todos modos, el paisaje ha sido un lenguaje con el que se cuenta el cuento de la patria chica, su identidad, su historia. Adivino en Manrique un erotismo en ciernes, acaramelados abrazos de vegetación fluvial y bananera, que ceden a la ley urbana antes de pronunciarse por el estupro, el crimen y el incesto que también nos funda.

Un paso adelante, dos atrás, en la búsqueda de fantasmas con formas firmes, y tenemos un híbrido urbano, de máscaras teñidas con sudor y sufrimiento, sin hacerle concesiones al mercado. Hasta tanto, de esta geografía bananera estilizada y con formato redondo, seguramente se habrán vendido todas. Y lo dicho será solo una lectura rápida y un pretexto para hablar acaso, de otras cosas.

(II) Cabrera: ojo travieso para las formas de la ciudad

Marcelo Cabrera elige emblemas representativos de una urbe que no por moderna y agro-exportadora, renuncia -a pesar de la plusvalía de la tierra y sus catorce agencias bancarias- a su marca de origen fluvial y campirano (a mucha honra). Lanchas del puerto con motor fuera de borda y ventanas de casas de caña o madera noble en vías de extinción. También tiestos con plantas ornamentales primitivas y cuerpos de mujer tatuados con fotos ampliadas produciendo una especie de collage donde un plano único se instala y agarra pista sobre esa superficie colosal de varias dimensiones que es un monte de venus, una cadera, un seno de mujer modelando los mundos del artista.

Parece que con sus propuestas, Cabrera (como Manrique en su momento, lenguaje, procedimientos y materiales), pretende construir una trama cuyos hilos son objetos, cuerpos, formas y colores, construyendo -ambos- un imaginario plástico de los diversos niveles de esa realidad múltiple y compleja que es la urbe machaleña, instalándola en el mundo. Este segmento de la muestra lo asumimos como pequeñas señales de grupos mas numerosos de objetos -acaso no acabados de elaborar y por eso no mostrados con mayor amplitud- que conformarían series o capítulos de una especie de comedia humana visual, en proceso .

Canoas y lanchas: con un criterio composicional que me atrevo a llamar intuitivo, Cabrera asimila el diseño funcional del objeto en provecho de su propuesta. Nótese que al trabajar desde la fotografía, mediatizado por un objeto artificial y tecnológico, el proceso creativo es distinto y el cuerpo se involucra de otro modo, la invención se vuelve instantánea, casi compulsiva, sometida a los vaivenes del azar y los hallazgos afortunados ante los que no caben tormentos existenciales, experimentos ni dubitaciones. El revelado fotográfico es otro momento que por ahora nos rebasa.

De este modo, Cabrera incluye pedazos de proas donde el blanco, el rojo y el azul se integran, rescatando un zapato desamparado, un cabo de amarrar o un ancla mohosa, pero siempre sometidos a la tiranía -por así decirlo- de la forma predeterminada, superficies estrechas donde se adivina lo demás: el agua inquieta, los desembarcos, una música, una broma, el rumor de puerto que respira.

Ventanas: aquí me inclino a recoger indicios del pasado de otra urbe de cuyo nombre me exorcizo, y me complico por el lado del corazón y la memoria. Ventanas que hablan en signos y señales (de humo) ancestrales. La foto solo revela la entrada a un imaginario donde el ojo travieso del susodicho fotógrafo y el del mirante dialogan y se cruzan en aquello que no se ve, sino que se adivina, por referentes compartidos. Una chaza abierta y otra cerrada en una pared de caña amarillada, a) por la pintura descascarada, b) por el viento del tiempo de la urbe. Una pared de cemento es una tautología (una pared) del progreso; una pared de caña tiene cada textura, cada rendija que da a otro tiempo, cada maña del carpintero constructor, casa secreto. Y si mas abajo dice TALLER DE BICICLETAS en un letrerito de estirpe naif, y mas abajo calle BUENAVISTA, ya son texturas y composiciones que anuncian: cultura urbano-popular, mestizaje de la improvisación y la casualidad, barroquismo donde la razón instrumental no hegemoniza y el cuerpo y la deliciosa barbarie orillera exhiben su marca, a contrapelo del lujo libremercantil-importador-imitativo. Otra vez, perdón Cabrera, me sirvo de estos lenguajes para hablar de otras cosas .

¿ Ha visto usted como se derraman los brazos de diosa hindú de la sábila protectora?. Y si esto ocurre tras las rejas de acero de una ventana oscura, oscura, jaula con azulejo cautivo y telarañas, de seguro que entramos por esa oscuridad hasta otro tiempo donde nos espera un nombre que perdimos.

De este modo toma sentido el concepto de identidad local, sujetos urbanos a caballo entre un referente urbano-fluvial y las máquinas tragamonedas de la modernidad. Ahí el aporte de gracia y desenfado y la fortuna del hallazgo que no se compra en la academia, ni en la equívoca escuela de la intelectualización de los deseos.

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